Los quince años siguen siendo un hito en nuestra cultura. Con un poco de nostalgia solemos decir que se nos creció el niño o que ya la niña es toda una señorita. Pero, ¿qué ha sucedido realmente?
A lo largo de la infancia vamos poniendo en la maleta de nuestros hijos todo lo que creemos fundamental. Además, dejamos ahí otro tanto de miedos y prejuicios, porque esa maleta no se llena con discursos, sino con lo que ellos viven y ven de nosotros. Entonces, así como ponemos esas horas interminables en que los acompañamos mientras les pasa la típica fiebre que da a las 2 a. m. y queda en ellos el amor, el cuidado y la ternura, también cae dentro de ese morral aquel grito injusto o ese castigo exagerado que dejan miedo, inseguridad y frustración. Ya para cuando tienen quince, uno se ha dado cuenta de que es imposible llenarlos solo de virtudes y es claro que ellos necesitan asumir la responsabilidad de formar su propio carácter.
Al llegar a la adolescencia, sea la hora y la edad en la que aparezca, el niño empieza a sacar lo que hay en la maleta, porque ya no es solamente el hijo de…; él quiere ser él y entonces se busca a sí mismo revisando todo aquello que lleva consigo. Ahí, cuando a la niña ya no le sirve, que le digan que no se puede maquillar porque está muy chiquita, es cuando tenemos que empezar a dar explicaciones. En últimas, terminamos explicando todo aquello en lo que creemos, desde nuestras convicciones sobre los piercings, los tatuajes y la ropa rota, hasta nuestras filiaciones políticas y las más profundas convicciones religiosas. Y claro, como todo lo cuestionan, nos sentimos objetados en nuestro propio ser.
Cuando llegan a los quince, sabemos que esas explicaciones no se piden para dentro de dos días en un ensayo de dos cuartillas en interlineado doble y letra Arial 12. Suelen pedirse cuando ponemos límites que no les gustan o cuando hacemos algún comentario al que replican con fuerza y, en general, nos toman desprevenidos.
Sea como sea, cada vez que sacan algo de esa mochila se están preguntando si es verdad, si vale la pena, si ellos pueden seguirlo cargando. Buscando respuestas, miran alrededor, a los amigos, a las redes sociales, las películas y las series. Sin embargo, nunca dejan de mirar e interrogar a sus profesores y, sobre todo, a sus papás. En últimas, ellos se juegan su libertad tomando decisiones y a nosotros siempre nos corresponde responder.
Así como necesitamos razones adecuadas para explicar por qué no deben consumir alcohol antes de los dieciocho o por qué no deben probar las drogas, también nos corresponde tener respuestas adecuadas y razonables para sustentar el valor de la verdad, de la honestidad, del trabajo, del respeto. Esas razones necesitan un discurso convincente, pero sobre todo, las explicaciones que les damos a nuestros adolescentes necesitan a un adulto que las encarne. Ellos nos siguen viendo y oyendo, ya no para guardar todo en su maleta, sino para decidir si lo vuelven a guardar o lo tiran.
A los quince y a los dieciocho ciertamente ya están grandes, pero seguimos educando, porque ellos necesitan una presencia adulta. Por ello, es fundamental que encaremos esos “ataques” y explicaciones con paciencia y firmeza, cuidando la relación para que este acto de abrir la bolsa y decidir con qué se quedan no se convierta en un distanciamiento lleno de heridas. En el colegio esto se traduce en la disponibilidad de profesores y directivos para escuchar con atención a nuestros estudiantes, para darles razones de las normas y decisiones que les implican y siempre buscar la coherencia entre lo que profesamos y lo que hacemos.