Como docente y artista escénico, he estado reflexionando acerca de la importancia de la creatividad en la generación de conocimiento. En las aulas, aún hoy se equipara el conocimiento con algo que no se puede cambiar, permanente, que tiene que ser transmitido tal como debe ser en el aula de clase. Por lo tanto, lo que se salga de esa inamovible estructura, debe ser considerado como erróneo y rápidamente, aprendemos que el error es algo que debe ser castigado.
Ese deber ser, que asociamos a lo correcto e incorrecto, a evitar el error, trae consigo una consigna de premio/castigo que se reproduce rápidamente y con esa misma velocidad aprendemos que los errores se deben evitar, que se debe buscar el camino seguro y aprendemos a eludir la exploración para favorecer la estrategia segura o el uso de procedimientos y fórmulas que han probado ser efectivas.
¿Qué hay de malo en eso?, puede uno preguntarse. Bueno, en lo personal, no considero que haya nada de malo en aprovechar el camino recorrido por otros para hacer el propio más seguro, o más eficiente; sin embargo, el error genera miedo y en muchos individuos, un miedo paralizante a arriesgar, a explorar y sobre todo, a investigar.
La generación de nuevo conocimiento ha sido responsabilidad de aquellos que han abrazado al error, que lo han aprovechado y han descubierto su potencial. La investigación requiere de unas cantidades enormes de resiliencia y de una habilidad que se ha visto truncada por el miedo: la de ser capaz de observar e interrogar al error, en cualquier área del conocimiento.
El miedo asociado a una mala calificación o a un regaño (en casa o en el entorno escolar, que a la larga puede desembocar en una autoexigencia dañina), tiene un efecto nocivo: paraliza la espontaneidad, la restringe; aprendemos a no hacer intentos por temor, a fracasar y a juzgar lo propio como no suficientemente bueno. Terminamos desarrollando una determinación por hacer lo correcto, pero no una determinación para proponer, para descubrir.
Los juegos de improvisación que se usan en el entrenamiento actoral tienen mucho que enseñarnos; para ejecutarlos, se requiere escuchar al otro, abrirse a lo que está ocurriendo en el momento, enseñan resiliencia y, sobre todo, a aceptar. Aceptar en improvisación requiere transformar un no en un sí. Un “no quiero”, se convierte en un “lo recibo, lo uso y propongo.” El miedo está asociado con el “no”.
Un estudiante puede decirse internamente “no lo voy a hacer” por miedo a ser juzgado, por miedo a cometer un error, por miedo a tener una mala nota, o por el qué dirán. Cambiar un “no” por un “sí” requiere de escuchar, de entender el contexto y de comprender que el error por sí mismo va a favorecer el proceso de aprendizaje y es indispensable para este.
En improvisación el error es bienvenido porque favorece la creatividad. El error puede llevar al absurdo, pero también tiene un componente de originalidad y de sorpresa que abre nuevas posibilidades. Abrazar el error es abrazar el absurdo, darle cabida a la posibilidad de seguir creciendo y ello, en últimas, es la meta de cualquier proceso de aprendizaje.
El fracaso es ineludible, pero hay que enfrentarlo, no evitarlo. Ayudar a los estudiantes a no temer al error debería ser uno de nuestros objetivos principales como guías, ya seamos docentes, orientadores, consejeros o padres de familia. No hay recetas para ello, pero quizás, volviendo nuestra mirada a las artes, podemos buscar estrategias e incorporarlas en una lección o volverlas parte de nuestra cotidianidad al momento de
compartir en familia.